"Restavek", de Roberto Alba
08/05/2019
Un relato finalista del Concurso de Relatos Solidarios organizado por Fundación Juan Bonal.
***
"Restavek", de Roberto Alba
Viene Marcel con el mapamundi entre sus brazos. Quiere despedirse de mí, pero su madre no se lo permite. ¿Sabéis lo que es un mapamundi verdad? Es una pelota con todo el planeta dibujado encima, bueno no sé si serán todos así, el mío sí. Con él puedes jugar al fútbol y a la vez aprenderte los países. Yo a Marcel le enseñé la primera cosa cuando era pequeño, y él a mí me enseñó la segunda cuando yo ya era mayor. Por eso sé donde vivimos: Haití. Lo que no sé es escribirlo bien, pero al menos puedo señalar dónde está.
Perdón, olvidaba presentarme: me llamo Jeanne. No estoy acostumbrada a decir mi nombre porque la madre de Marcel no me deja. Vivo con ella y su marido en esta gran casa de la ciudad. Mi trabajo es cuidar a Marcel, pero cuando vienen visitas también tengo que servir, en silencio, sin mirar a los ojos. He de hacer caso o me pegan. Hace algún tiempo vivía en el campo, en una cabaña muy pequeña con mi familia, aunque a mi papá casi nunca estaba. Desaparecía semanas enteras y luego regresaba muerto de hambre. Es lo único parecido entre aquella vida y esta: Marcel tampoco ve mucho a su padre. Yo al menos, tenía varias hermanas para jugar, pero él sólo me tiene a mí. Por eso procuro que no se aburra.
Aunque se tengan muchos juguetes hay que saber cómo se usan para divertirse, le digo siempre. La única vez que mi padre me llevó consigo fue para traerme aquí. Le apretó la mano al padre de Marcel y me dejó con él. Sólo me dijo que con esa otra familia estaría mejor y que aprendería mucho en la escuela. De camino a mi nueva casa al ver que yo lloraba tanto, el padre de Marcel me compró la pelota mapamundi y yo me tranquilicé al botarla. Nadie me había enseñado pero yo sabía botar. Nunca me regalaron nada más y tampoco me llevaron a la escuela. Era muy pequeña, aunque no sé cuántos años tenía, tal vez ocho. Ni siquiera sé cuántos tengo ahora, más de catorce creo. Soy mayor, quizá demasiado mayor para cuidar de Marcel, que sólo era un bebé cuando me trajeron. El otro día cumplió ocho años y vinieron muchos niños. Cuando todos se fueron y yo recogía el cuarto, me dijo que no comprendía cómo había olvidado mi edad.
-Sólo hay que sumar los cumpleaños y ya está-añadió.
-Marcel no digas tonterías-intervino su madre riéndose-, Jeanne no sabe sumar.
-Eso es mentira-respondió Marcel-, lo que pasa es que no tiene cumpleaños, tonta.
Ella estaba escuchándonos detrás de la puerta y como a Marcel le molesta que se entrometa, por eso le contestó tan mal. Normalmente es un niño muy educado. Su madre me echó la culpa de su comportamiento, me pegó y dijo que me echaría a la calle. Esa misma noche el padre de Marcel me dijo que tenía que irme, y en voz baja me explicó que había hablado con una especie de profesores que ayudan a las niñas como yo. Tenían una gran casa en otro barrio. Estaba un poco lejos pero allí iba a tener amigas y aprendería a leer y a escribir. Al principio me dio pena, pues quiero a Marcel como a un hermano, pero luego pensé que podría invitarlo a mi propio cumpleaños, y leerle todos los países. Ahora dos profesoras me esperan abajo, una es blanca y la otra es negra como yo, sonríen mucho, me han abrazado y me han regalado ropa. Son buenas, nada que ver con la madre de Marcel. Él intenta hacerme llegar la pelota mapamundi, pero ella se pone en medio y le dice que no me lo devuelva, que es suya. Y yo, muy contenta, le doy la razón, y le digo adiós desde lejos. Y así también me despido de vosotros y os digo lo mismo que a Marcel, mi hermanito: el mundo es vuestro. Que no se os olvide.