"Ceniza y oro", de Laszlo.
25/02/2019
Reproducimos a continuación uno de los relatos finalistas de nuestro concurso de Relatos Solidarios "Lo vives, lo cuentas".
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"Ceniza y oro", de Laszlo.
Abro los ojos, despierto. Doy media vuelta y pretendo que la manta envuelva mi lívido cuerpo; a pesar de esto, el frío cala en mis huesos. Me levanto. Mamá y João yacen juntos pegados el uno al otro. Enfrente mío las brasas apenas liberan calor, las alimento con palos y algún leño, luego, me visto veloz y sirvo leche en un cazo, lo pongo en el fuego y bebo.
Con un pie en cada pedal desciendo las estrechas calles de la favela. Primero esquivo a un perro, luego un neumático abandonado para terminar atravesando un grupo de turistas. Una vez traspasado el muro invisible que divide la abundancia de penuria, comienza mi día de trabajo.
A mis dieciséis años la labor que desempeño cada día es sencilla, recorrer la gran ciudad en busca de objetos con un mínimo de valor que puedan ser vendidos posteriormente. Diez horas sobre la bicicleta, unos noventa kilómetros sin contar la vuelta a casa, siete días a la semana, llueva, nieve o explosione en mil pedazos el Sol. Una tarea bien sencilla, sí, y extenuante también.
Recorro los barrios de Méier y Madureira en menos de hora y media, el ritmo es bueno. Entro en el Centro, zona financiera por antonomasia. El tráfico es denso, zigzagueo en un atasco durante media hora para finalmente adentrarme en una zona residencial de clase media-alta. Mientras recojo una vajilla de porcelana blanca como las margaritas, recuerdo que la primavera está al caer, y con ella, la afluencia masiva de turistas europeos. Más residuos, más trabajo, al final, ignorancia convertida en dinero para algunos y muerte para todos. Y no, no son palabras vacías.
La mañana transcurre sin pena ni gloria; unos cables, baterías recargables, una botella de whiskey a medio vaciar y la vajilla. Llego al punto de venta, una nave industrial fría y gris. Aquí, otros como yo venden aquellos productos que han conseguido reunir. Todo está en venta, desde ordenadores portátiles de dudosa procedencia hasta colecciones de libros que han sido abandonadas. Más allá de la nave dicen que se alquilan cuerpos de mujeres por 50 reales. Ya ves, el precio de la miseria.
Un cabeça me compra todo el material por 45 reales si le regalo la botella de whiskey. Acepto. Venderlo por separado me proporciona más dinero, pero cuando antes me marche de aquí antes comienza el turno de tarde. Hora de comer.
Después de pedalear toda la mañana devoro dos tapiocas en quince minutos. Me quito la camiseta para evitar el hedor a sudor, el viento roza mi vello, me tumbo boca arriba y cruzo los brazos sobre mi tripa. Suspiro, siento un escalofrío y tiemblo tímidamente, descanso.
Segundo turno y una vez más sobre las dos ruedas. Con la profesionalidad de un cirujano abro basuras y papeleras. Así, deambulando entre callejuelas llego al barrio de Caju. La visita a mi tío Breno es obligada. A quince minutos del mar, una estructura de hormigón se levanta al lado de una casa derruida. Las plantas florecen entre los adoquines de la calle y el cableado eléctrico se erige sobre las fachadas y muros.
— ¡Buenas tío Breno! — Digo mientras empujo una puerta chirriante.
— Anda, pero si es mi sobrino favorito. — Dice irónicamente.
— Pasaba cerca de aquí y he venido a ver qué tal estás.
— Pues cómo voy a estar, como siempre. Ya te lo he dicho otras veces, estoy aquí esperando a que venga la muerte y me lleve. No sé a qué espera.
— Otra vez con lo de siempre.
— Sí, hijo, lo de siempre.
— ¿No se ha sabido nada más de lo del puerto? Aquello que me contaste de la pesca tradicional.
— Faroles. Todo eso son faroles. Este barrio está condenado a desaparecer, al menos tal y como lo conocemos. Pero bueno, eso ya te lo he dicho otras veces. ¿Cómo está tu madre y tu hermano? — Dice mientras cala de una pipa.
— Pues bien, allá en la favela, supongo que mamá se habrá llevado a Fábinho al trabajo.
— Me alegro, bueno chico, tú también tendrás mucho trabajo, nos vemos.
— Hasta luego tío Breno.
Cuenta mamá que cuando era joven, tío Breno parecía un buey; era grande, fuerte y apuesto, nieto e hijo de marineros consagrados. Ahora, en cambio, solo queda de él una figura encorvada y esquelética viciada a la heroína. Desde que comenzaron a llegar turistas los puertos pesqueros han sido destruidos. En su lugar, grandes grúas descargan contenedores sin cesar y cruceros llegan y van cada día. Además, cuenta tío Breno que el mar ya no es lo que era. Ha pasado de ser un árbol azul que daba los más ricos frutos a ser un depósito de basura donde van a parar todos los sobrantes, ya sabes, dinero para algunos, muerte para otros.
Saliendo de Caju encuentro varias cañas de pesca y una caja con aparejos. De camino a la nave recojo unas telas y varios pañuelos. Otra vez en este espacio frío. Las telas y pañuelos se venden pronto a un precio moderado, 35 reales, mientras que las cañas las termino por dejar en un rincón. Los últimos pedaleos siempre son los más tediosos. La favela está sobre una colina y las cuestas merecen la pena subirlas andando. El cansancio me intenta vencer, pero las ganas de hablar con mi madre y ver la sonrisa inocente de mi hermano me hacen seguir hacia adelante.
A pesar de este ascenso al Infierno llego finamente a las cuatro paredes que me dan cobijo. El rostro de mi madre, a pesar de su palidez, muestra el orgullo que siente al verme volver. Mi hermano me abraza y me pregunta si podemos jugar.
— Pues claro que sí, ¡pillas! — Contesto a João mientras corro.
Me acuesto esperando un nuevo mañana. Las noches suelen ser invadidas por sueños. A veces sueño en un mundo sin pobreza, otras me veo con un trabajo decente, en ocasiones, la vida submarina es rica, en mis utopías no hay desigualdad. En un mundo abandonado a la deriva solamente confío en que algún día aparezca la luz cegadora que, al pasar, solo deje opulencia y dicha en su camino. Cierro los ojos, duermo.