Relato solidario: "Agua de vida", de Un pseudónimo más.
25/07/2018
Presentamos uno de los relatos finalistas del Concurso de Relatos Solidarios 2017, organizado por Fundación Juan Bonal.
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"Agua de vida", de Un pseudónimo más.
Solo tendrían una oportunidad. Miguel intentaba que su respiración no sonara a búfalo en celo, pero le estaba costando horrores controlarse. Los matarían sin contemplaciones si los atrapaban. A su lado, percibía la adrenalina de Assad y Eugenio. Los tres se ocultaban en las sombras, esperando a que el barón Heredia, máximo dirigente de la ciudad, apareciera de vuelta en el búnker en el que se ocultaba con su familia. Luego lo atacarían para poder abrir las compuertas que atesoraban el agua subterránea.
La Tierra ya no era como las crónicas relataban. El deshielo de los polos provocó que gran parte de la superficie quedara sumergida y la vida se concentraba en la cordillera del Himalaya. Los que no lo soportaban, improvisaban una lancha y partían rumbo a lo que antes fue Australia. Durante décadas, corrió el rumor de que la Barrera de Coral o las corrientes oceánicas habían salvaguardado otro pedazo de tierra. Pero Miguel dudaba de que las endebles barcazas que se construían consiguieran llegar tan lejos.
Las guerras químicas de 2020 diezmaron la población y contaminaron el subsuelo y los acuíferos. Poco después, las élites gobernantes quemaron los libros de historia, borrando la memoria y reescribiendo la historia. El cambio climático alteró las estaciones, afectando a los cultivos orgánicos. Resultaba peligroso ingerir alimento no procesado. La acción humana lo destrozó todo. Escaseaba el aire puro, la ilusión en seguir adelante y el agua dulce. Solo la filtrada en el interior de
las montañas era mínimamente potable, y en la actualidad su distribución la controlaba el barón en persona.
Los tres oyeron el crujido. Los músculos de los hombres se tensaron. Ya llegaban. A pesar del frío, un reguero de sudor partió de la sien de Miguel y le bajó a lo largo de la cara. Respiró hondo y apretó los puños. Se dispusieron a entrar en acción. No quería descubrir su posición, así que esperó sin asomarse. Rezó para que la escolta del villano solo estuviera formada por cuatro personas. El factor sorpresa era determinante. Miguel intuía que no todas las armas que portaban los guardaespaldas estarían cargadas. La munición no era abundante. No había fábricas de armamento y mucho menos operarios que trabajaran en ellas. Assad le había contado que recordaba que, siendo muy niño, un chico de su pueblo fue reclutado para formar parte de una expedición de reconocimiento y rescate. Le hicieron creer que buscaban semillas en los antiguos campos de arroz de las tierras vecinas pero, una vez detectada la ciudad sumergida que buscaban, los gobernantes mandaron rescatar únicamente maquinaria pesada y armas. Eso lo contó antes de que se lo llevaran de nuevo y no lo volvieran a ver. La madre del chico contaba que lo contrataron como explorador, pero la gente murmuraba que nadie que hubiera visto las verdaderas intenciones de la élite vivía para contarlo.
Miguel asintió en silencio e hizo una leve señal hacia sus compañeros. Ellos debían encargarse de la escolta y él, del jefe. Seguro que el barón Heredia tenía cargada su pistola. Miguel sabía que prefería morir a dejarse atrapar, pero lo necesitaban vivo: solo él conocía el código de entrada. Ya estaban al lado, así que Eugenio se agachó, saltó de su posición y embistió a los primeros dos guardias que abrían el grupo. Enseguida se oyeron gritos y órdenes. Assad se encargó
de los dos soldados que cerraban el grupo. Blandió un palo y golpeó a uno en la cabeza, dejándolo malherido en el suelo y se encaró de inmediato con el otro, que agarró el fusil a modo de porra. Por suerte, ya sabía que no estaba cargado. Ante el estupor de Assad, el soldado giró sobre sus talones y atizó al barón en la nuca, que cayó inconsciente sobre Miguel. Sin perder tiempo, se zafó del cuerpo inerte y ayudó a Eugenio a reducir a los otros dos. Antes de sacarlos del camino y continuar con el plan, se encararon con el guardia que había derribado a Heredia.
Assad lo empujó con el palo hacia sus amigos. Todos respiraban de manera entrecortada, y la tensión se escapaba junto al vaho provocado por el penetrante frío. Miguel se plantó enfrente y sin apenas mover los labios preguntó:
- ¿Por qué nos has ayudado?
- Es un cerdo. - Fue la escueta respuesta.
Miguel no se dejó impresionar y levantó una ceja. Como para reafirmar lo dicho el otro escupió sobre el barón.
-Estaba seguro de que la Resistencia actuaría antes o después. Hace un año que pido ser voluntario en el turno de noche. Sabía que vendríais.
- ¿Resistencia? - Sonrió con tristeza Eugenio. - No hay nada parecido. Apenas nos tenemos en pie con lo que comemos. Las enfermedades campan a sus anchas entre la gente del pueblo.
- El barón es lo suficiente listo como para permanecer delgado, como todos nosotros. Pero, un día, descubrí que su mujer está preciosa. - E hizo un gesto con los brazos, dando a entender que la señora tenía una gran barriga. - Fue un descuido de la doña. Se escapó de su jaula de oro para zampar alguna cosa. La vi y supe que nos engañaban. Empecé a investigar por mi cuenta durante los interminables tumos de guardia. Sí hay comida, pero no la distribuyen.
- No estamos aquí por la comida. - Atajó Miguel.
- Lo sé. Queréis los códigos para abrir las puertas de la presa. - Contestó con suficiencia.
- Incorrecto. Queremos des-tru-ir las puertas. - Puntualizó Eugenio.
- Entonces, aún será más fácil. - Tras estas enigmáticas palabras, se apartó de los tres asaltantes y se agachó ante el cuerpo de Heredia. Le quitó la pistola, sacó un cuchillo de grandes dimensiones y le rebanó la mano derecha. Miguel, Assad y Eugenio palidecieron. - Seguidme. - Exigió.
Los cuatro trotaron en dirección al búnker. Cuando llegaron ante la entrada, el soldado abrió y los introdujo en una antesala con varios vehículos aparcados. No se veía a nadie. Miguel imaginó una fortaleza bien defendida, pero el refugio estaba desierto. Descendieron por unas escaleras varios pisos hasta una sala de control.
-Somos menos de los que pensáis. El barón se hace acompañar en sus salidas, pero aquí dentro solo los depósitos de comida y medicamentos están custodiados. Como para todo lo demás se necesita el código, que solo él conoce, descansa tranquilo.
El desconocido activó una pantalla donde apareció un dibujo de una presa y luego el contorno de una mano, en un lateral se activó una cuenta atrás. Entonces plantó la mano seccionada sobre la pantalla pero, cuando el contador llegó a cero, una alarma empezó a aullar. El sonido era infernal y todos, en un acto reflejo, se taparon las orejas. Con mucha calma, disparó sobre la pantalla y, más tarde, sobre todo el panel de control.
El caos se desató. La sirena zumbaba a todo volumen y hacía imposible comunicarse. Se pusieron en marcha. El guardia los guió por un laberinto de pasillos. De vez en cuando, se cruzaban con otros soldados. Todos tenían cara de desconcierto y aguardaban unas órdenes que no llegaban. Miguel calculó que el segundo al mando no tardaría en hacerse con el control. Deberían darse prisa. Tras cruzar varios portones, llegaron al pie de la presa. Detrás de aquellos muros estaba el
agua que Miguel y sus amigos ansiaban repartir entre la gente del pueblo. El agua necesaria para que sus cultivos salieran adelante sin tantos pesticidas. El preciado líquido que calmaría su sed y su espíritu.
Tras romper el control eléctrico, no les quedaba otra opción que girar manualmente las ruedas que desbloqueaban el acceso. Se dispusieron en parejas a cada lado y aunaron esfuerzos. En cuanto se abrió una rendija, el agua fluyó a raudales inundando las tuberías que llegaban al exterior. Los cuatro hombres gritaron de alegría. El torrente salió de la montaña y los campos quedaron bañados por una luz plateada que les supo a victoria.